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La Casa Azul
Muy pocos artistas pueden presumir de que han dejado para la historia un himno generacional, una de esas canciones que muchachos y puretones vocean y bailan juntos en la pista. La Casa Azul lo ha conseguido y aunque sólo fuera por eso ya merecen unas líneas en la Historia del Pop en español.
El tema en cuestión es ‘La revolución sexual’, un cañonazo de funk-pop electrónico que aspiró a representar a España en la Eurovisión de 2007, algo que finalmente no pudo ser porque el voto del público, con el inestimable apoyo de la campaña televisiva que auspició Andreu Buenafuente, se decantó por el irreverente ‘Baila el chiki-chiki’ de Rodolfo Chiquilicuatre.
Pero fue una inmejorable tarjeta de presentación para el proyecto que lideraba y lidera Guille Milkiway, un compositor y músico barcelonés al que se conocía por otro tema anterior, o más bien por su ñoño estribillo: ‘Amo a Laura (pero esperaré hasta el matrimonio)’, que estuvo en boca de todo el país y en el que dos chicos y dos chicas que parecían recién sacados de un colegio privado (y por supuesto religioso) ironizaban, pillara la gente o no la guasa, sobre las ventajas de llegar virgen al altar.
Ese supuesto grupo, Los Happiness, ni siquiera existía. Fue un invento de Guille Milkiway, de nombre real Gillem Vileza, un artista polifacético, un mago del pop electrónico que de entrada era tan tímido que le costó años enseñar su rostro y que no sólo ha tenido éxitos bajo el apodo de La Casa Azul sino como productor –Kiki D’Aki, Las Escarlatinas, Cola Jet Set- y rescatando y poniendo al día joyas del cancionero de Nino Bravo.
En realidad, antes de ‘La revolución sexual’, La Casa Azul ya había editado dos discos, ‘El efervescente sonido de La Casa Azul’ (2000) y Tan simple como el amor’ (2003), ambos en la emblemática discográfica independiente Elefant. Con ‘La revolución sexual’ (2007, también en Elefant) ganó en simpatizantes y eso le animó a salir de su particular ‘armario’ y presentarse en directo acompañado por una banda. Sus canciones sabían combinar estribillos ultrapegadizos con letras agridulces sobre complicadas relaciones de pareja y tenía la ventaja de dar siempre en el clavo.
‘La Polinesia Meridional’, su viaje ciberastral de 2011, y ‘La gran esfera’, de 2019, también en Elefant Records, han mantenido las mismas coordenadas de los discos precedentes y han consolidado aún más la trayectoria de un artista que no le hace ascos a nada que suene a buen pop, siempre presto a colaborar para reivindicar a grupos y solistas finos y estilosos (Family, Carlos Berlanga) y que sigue siendo, o al menos eso intenta día tras día, tener una vida normal y tranquila, alejada de los focos y la fama.